domingo, 6 de diciembre de 2015

México-Egipto

Nos hemos conmovido, de una manera u otra, por la violencia con la que hemos crecido, cada vez más expandida, cada vez más radical. Nos preguntamos por la lógica de la violencia, y es imposible comprender los intereses fácticos tras telones. ¿Para qué más capital centralizado? Bordeamos el salvajismo, y nos hemos vuelto cada vez más indiferentes. Hemos enfermado. Unos creen que es el cumplimiento de un destino lo que justifica las atrocidades, otros sólo opinan que no podemos hacer nada. Por todos los rincones, hemos perdido amigos en medio de batallas de intolerancia que no sabíamos que existían, hasta que nos tocaron. Y arrecia el sol. La serenidad de los desiertos también se enfrenta con la desolación de la pobreza y sus rescoldos. Las primeras imágenes que vi en Egipto me recordaron al Bordo del Estado de México: el abandono. Construcciones sin terminar, cúmulos de basura por las calles y un tráfico insistente, aun en la oscuridad, junto a la sensación del tiempo regresivo. De día, desde un ventanal, el color caqui resalta en el edificio de enfrente y el cielo despejado contrasta con el polvo en los balcones y las bocinas por las que la oración se escucha cinco veces al día. En la esquina, se lee en una pared “Misr Insurance” (Seguros Egipto). Repaso el sabor del pistache y el acitrón. En mi paladar, pepino, jitomate, quesos e higo. Mi lengua se refugia en el dátil, pero el ruido no cesa en Tanta; se cuelan los cláxones de los coches, las motos y tok tok.
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Altazor, extraño el blanco de mis paredes y el silencio, pero observo en la madrugada a dos mujeres —ataviadas con burkas y guantes negros— que caminan y juguetean tranquilas en la calle y percibo una extraña calma (ya olvidé cuándo comencé a caminar cuidándome los costados); los cafés siguen abiertos. Conversar o fumar shisha mientras se ve el partido de fútbol o sólo el pasar de los coches es un refugio acostumbrado. Cada claxon asemeja los cortes lingüísticos, las intervenciones abruptas en las narraciones de los otros, las invocaciones de un tiempo no cronológico que también se guía con la musicalidad. “Siempre que hay una reunión internacional la policía escolta los vehículos”, me explican con normalidad… El camino a la universidad está resguardado por militares, con base en un discurso de seguridad que sitia a los jóvenes. ¿Y la primavera árabe? (El antropólogo Samuli Schielke prefiere llamarla Stormy Season.) Todo centro de discusión merece libertad de pensamiento, y en dicho contexto la poesía se presenta como una semilla (eso nos gusta pensar). Veo estudiantes asentir la lectura de un poema, como gesto de la interiorización de una idea, una pregunta, un pellizco. 
 
El lema “Pienso, luego me desparecen” es común para países de “democracias” militarizadas y monarquías que decapitan, crucifican y flagelan conciencias, durante años. Me alegro porque veo a jóvenes sonreír. Mientras escucho anécdotas impotentes sobre Alí Mohammed al-Nimr y Raef Badaui, de Arabia Saudita, leo que en México se pretendía imponer la policiaca Ley Fayad, clave para la legalización de la opacidad, a través de la intolerancia y el fanatismo moral de una clase política. Se me agolpan estas historias cuando en algún punto del mundo los poetas condenamos lo inhumano, reunidos en una pizzería. “No hay voto para nadie”, alguien dice a lo lejos. Ahora escribo estas líneas y el poeta Ashraf Fayadh ha sido sentenciado a muerte por el gobierno de Arabia Saudita; él, que le escribió un poema al bigote de Frida Kahlo. En México siguen desapareciendo y asesinando a periodistas, y mujeres que regresaban solas a casa.
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Desde su origen, la poesía ha buscado encantar la tierra. Las tradiciones líricas de los desiertos son cantos de labor que buscan la colaboración de la naturaleza. La nostalgia del rebab remarca las arrugas profundas de las y los cantantes de mawwal y shaabi, a quienes comprendo, sin conocer la lengua, porque es notoria su narración poética: son canciones sobre la pizca del algodón, me cuentan. Los poetas también cantamos sobre los cardos, el mar, el trabajo; podemos reconocer en los rostros la humildad y el esfuerzo de quienes buscan una vida digna, un anhelo universal por compartir, en paz, las alegrías. Para ellos escribimos; para ellos vinimos a leer. Nuestro rito de observación, silencio, meditación e infinitos cuestionamientos se asemeja a una danza tanoura: los gestos, los colores, los movimientos de faldas. 
En Tanta conocí el trance de los derviches, el comienzo de una catarsis en la que repito los versos de Cavafis: “Ve a muchas ciudades egipcias/ a aprender, a aprender de sus sabios”. Subo a un tren camino a Alejandría, con el deseo de pisar un nuevo puerto; cada año intento viajar al mar, a nuevas islas. Frente al malecón, una península profunda se abre al azul pastel del cielo. La gente almuerza pan árabe y dátiles viendo al mar, parados porque las bancas están destruidas. Estas playas me hacen pensar en el Hidden Valley de Safaa Fathy, cuya voz tocó mi corazón cuando visitamos el país de las nubes el noviembre de hace once años; desde entonces imagino una casa de playa en ruinas, donde ruedan palabras sobre heridas que deben cerrar. En duermevela escucho una tormenta y el agitado oleaje del Mediterráneo, el mar de los desplazados, los ahogados. La ciudad amanece inundada, y el tranvía detenido para evitar cortocircuitos. Las actividades en las escuelas y la Biblioteca Alejandrina se han suspendido. Sorteamos los charcos rumbo a un departamento, en un segundo piso que fuera la casa de Cavafis; si hoy viviera, desde la ventana podría ver un tendedero en el patio de una casa tomada. Qué cotidiano puede ser el futuro desde una cama vacía que recrea pasajes íntimos. Aquí también vivió Stratis Tsirkas.   
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Mubarak encarnó el peor periodo de la historia moderna, se sostiene en una discusión entre colegas. “Hace unos años nunca hubiera creído que vería tantos cambios como ahora”, me platica un escritor que dejó atrás la clase media. Su padre, sin carrera, se esforzó para que él y sus hermanos estudiaran; hoy esas transiciones socioeconómicas parecen imposibles. Los profesores también resisten en este lado del mundo donde pensar diferente se vuelve un delito. “La sangre de nuestros hermanos está en esta tierra; ya no nos importa qué pueda pasarnos”, confiesa una voz asediada a la que los extremistas dejaron de considerar musulmana. ¿Este es el Paraíso perdido? Como en México, el privilegio de vivir cerca del mar lo detenta una minoría económica. ¿Cuántos mueren a causa de las construcciones colosales? Para muchos, las pirámides son símbolos de una opresión histórica; lo cierto es que mientras una ciudad moderna es ruinas y fango, el Pilar de Pompeya continúa resguardado por las efigies: lo inerte que da vida en el desierto. Con fotografías de María Kodama y el Corán en la mesa de centro, asentimos a la frase: “Bad conditions for everyone in everywhere: cross your fingers for us”. Alejandría fue el centro del universo. El señuelo de los pescadores es un verso de Kaissar Afif: “In the night of homeleaving,/ homeland is a lantern”; pido un café turco en la playa, mientras observo sus lanchas frente al fuerte de Qaitibay, donde existió el Faro. Muy cerca, casi a la vuelta del Instituto Nacional de Oceanografía y Pesca, un artesano talla madera en su pequeña tienda de barcos a escala. Al fin, los chicos y las chicas se toman de la mano en el malecón; otros corren cada mañana frente al mar.
  
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En 2013 se derrumbó el cine Rialto y a su lado se levantó El Cabina, en cuyas paredes se muestran collages y un mural de Nazir Tanbouli; los jóvenes vienen después de la escuela a leer, escuchar charlas o música en vivo: Cabina Nights. Su director es poeta y también traductor de autores irlandeses, como Micheál ÓConghaile. El pulso del lugar se acerca más al lado de Alejandría que busco conocer, aunque el tranvía siga detenido y la biblioteca esté cerrada porque arrecia de nuevo la lluvia. A falta de biblioteca, el poeta Montaser Abdel Mawgoud nos abre la suya, en la que relucen libros de Piglia, Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Borges y Juan Rulfo; es más, el poeta Rifaat Sallam (su nieta Yara estuvo en prisión por defender el derecho humano a expresar y manifestarse pacíficamente) dirige una colección que traducirá 100 títulos de la literatura universal al árabe; tras el Quijote, el segundo título es Pedro Páramo, con un bodegón de Frida Kahlo como portada. Este puerto se parece a todo puerto con la historia aun no contada, por ser empresa imposible: mirar el horizonte avasalla, al igual que los condominios inacabados, piso tras piso a medio construir, gracias a las remesas de quienes han emigrado al Golfo por mejores sueldos. El desarrollo urbano color sepia, sin planeación. De noche, la mancha urbana es visible desde el cielo, como una serie de vasos sanguíneos y arterias luminosas.
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Alguien me pregunta si me siento segura en Egipto. Esté donde esté, frente a la corrupción e impunidad estatales estoy sin garantías. He comprobado que la red y apoyo entre ciudadanos es más valiosa y fuerte que un sistema de seguridad institucional; de hecho, los oficiales de Cairo fueron las personas menos colaborativas en las calles. La prepotencia es visible en sus miradas; sin embargo, hay quienes defienden el sistema actual del gobierno de Abdel Fattah al-Sisi, como el dueño del hotel en el que nos hospedamos en Cairo. El señor Sharaf justifica el gobierno militar y su mano dura, lo que “los jóvenes hoy necesitan para salir de los cafés, dejar de perder el tiempo y trabajar enserio”, repite con enojo. Él considera que los egipcios lograron con recursos propios una verdadera transición con Sisi, sin la necesidad de una intervención de los Estados Unidos o cualquier otro país; desde luego, detestó la idea de la “Primavera árabe” en Tahrir porque el turismo descendió. El fantasma del autoritarismo recorre este hotel de apariencia liberal. Una noche antes, en una exposición de Ibrahim Khatab, un estudiante de derechos humanos de 24 años se acercó para preguntarme mi nacionalidad; luego de hablar sobre El Chapo y los estudiantes de Ayotzinapa, con desesperación me explicó que una conversación así hoy puede ser motivo de arresto: “el gobierno nos quiere callados”. Él, como casi todos los jóvenes, quiere irse del país a construir otro futuro, en un sueño por libertades y seguridad, “como ustedes a América”, finaliza. La realidad es que la búsqueda de ese sueño —y sus libertades— se restringe cada vez más en todas las sociedades. En otro círculo donde artistas visuales perdieron amigos en noviembre de 2011, la historia suena familiar; el deseo es conseguir una beca y salir a estudiar, pero no a Berlín, “ahí hace mucho frío y todo cierra temprano”, agrega una diseñadora de modas, cuyos diseños son poco convencionales en comparación con los que usualmente se miran en los aparadores egipcios. “Reserve your right to think, for even think wrongly is better than not to think at all” precisa el graffiti de Dija que cita a Hypatia, en la calle Mohamed Mahmoud, rumbo a la plaza Tahrir: un memorial de la resistencia civil y de quienes murieron en 2011 a manos de soldados, como Sheikh Emad Effat. Ali Mustafa fue asesinado en Siria, pero Omar Fathy plasmó su rosto (que fuera portada para TIME) en esta misma calle: "You are more than just a journalist" se lee en una de las paredes de The American University en Cairo. Las rosas de los tiranos no pierden belleza.
  
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En Khan el-Khalili se impone a contraluz una mezquita de siglos; especias y esencias entre telas y trusas de algodón egipcio. El zoco de antigüedades se une al de artesanías, ropa y dulces. De entre llaves antiguas, figurines de músicos de cerámica y rebabs, compro un silbato de caña para pájaros para mi colección de instrumentos (los de viento son los más populares). Junto a la también poeta Pilar, camino sin rumbo, porque “en Cairo no debes tener un plan, sólo ir”, como me sugirió una poeta tunesina, así que seguimos el movimiento. Si oyes un claxon, no puedes estar perdido, pienso. En ese ir y venir entre calles probamos el lenguaje de señas para indicarles a los locales que buscábamos el Nilo (todo el Nilo en la palabra 'Nilo', Borges dixit), y tuvimos éxito. Caminamos por un barrio de sudaneses; ellos también huyen de la pobreza y la esclavitud sexual. Un día antes, una médico de Sudán me contó en la calle (mientras me ayudaba a explicarle a un dependiente que quería vino y no vinagre de dátil) que buscaba la forma de viajar a Rusia: “sólo estoy aquí de paso”, me dijo, pero intuí que su camino sería largo. Migrar también es un derecho humano, cada vez más arriesgado, cada vez más cruel.
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Elotes, aguas de horchata y jamaica se venden en las calles; también cempasúchil. Es sorprendente el parecido entre dos culturas lejanas; no parece tan casual que D.F. y Cairo, así como Alejandría y Mérida estén hermanadas. El conservadurismo es semejante, los tipos físicos también. Pero aún pervive cierta plusvalía de la palabra que en América hemos empolvado: la franqueza. La íntima, no la convencional; la que sigue cantando porque con ello se abraza lo espiritual (cualquier forma elegida). ¿Qué significa honrar la palabra? Para mí: respirar, abrazar la libertad. Alguna vez alguien me dijo que nunca llegaría a ninguna parte; hoy sé que, llegue a donde llegue, busco darle sentido al menos a una palabra plena. Por eso quiero escuchar el mundo, para aprender, aprender de sus sabios. Repienso, tras un último té de menta en el café Zahra: ¿quién busca al desaparecido si los amartelados están sin fuerza