Nos
hemos conmovido, de una manera u otra, por la violencia con la que hemos
crecido, cada vez más expandida, cada vez más radical. Nos preguntamos por la
lógica de la violencia, y es imposible comprender los intereses fácticos tras
telones. ¿Para qué más capital centralizado? Bordeamos el salvajismo, y nos
hemos vuelto cada vez más indiferentes. Hemos enfermado. Unos creen que es el
cumplimiento de un destino lo que justifica las atrocidades, otros sólo opinan que no podemos hacer nada. Por todos los
rincones, hemos perdido amigos en medio de batallas de intolerancia que no
sabíamos que existían, hasta que nos tocaron. Y arrecia el sol. La serenidad de
los desiertos también se enfrenta con la desolación de la pobreza y sus rescoldos.
Las primeras imágenes que vi en Egipto me recordaron al Bordo del Estado de
México: el abandono. Construcciones sin terminar, cúmulos de basura por las
calles y un tráfico insistente, aun en la oscuridad, junto a la sensación del tiempo
regresivo. De día, desde un ventanal, el color caqui resalta en el edificio de
enfrente y el cielo despejado contrasta con el polvo en los balcones y las bocinas
por las que la oración se escucha cinco veces al día. En la esquina, se lee en
una pared “Misr Insurance” (Seguros Egipto). Repaso el sabor del pistache y el
acitrón. En mi paladar, pepino, jitomate, quesos e higo. Mi lengua se refugia
en el dátil, pero el ruido no cesa en Tanta; se cuelan los cláxones de los
coches, las motos y tok tok.
*
Altazor,
extraño el blanco de mis paredes y el silencio, pero observo en la madrugada a dos
mujeres —ataviadas con burkas y guantes negros— que caminan y juguetean tranquilas
en la calle y percibo una extraña calma (ya olvidé cuándo comencé a caminar cuidándome
los costados); los cafés siguen abiertos. Conversar o fumar shisha mientras se
ve el partido de fútbol o sólo el pasar de los coches es un refugio acostumbrado.
Cada claxon asemeja los cortes lingüísticos, las intervenciones abruptas en las
narraciones de los otros, las invocaciones de un tiempo no cronológico que
también se guía con la musicalidad. “Siempre que hay una reunión internacional
la policía escolta los vehículos”, me explican con normalidad… El camino a la
universidad está resguardado por militares, con base en un discurso de
seguridad que sitia a los jóvenes. ¿Y la primavera
árabe? (El antropólogo Samuli Schielke prefiere llamarla Stormy Season.) Todo centro de discusión
merece libertad de pensamiento, y en dicho contexto la poesía se presenta como
una semilla (eso nos gusta pensar). Veo estudiantes asentir la lectura de un
poema, como gesto de la interiorización de una idea, una pregunta, un pellizco.
El lema “Pienso, luego me desparecen” es común para países de “democracias” militarizadas y monarquías que decapitan, crucifican y flagelan conciencias, durante años. Me alegro porque veo a jóvenes sonreír. Mientras escucho anécdotas impotentes sobre Alí Mohammed al-Nimr y Raef Badaui, de Arabia Saudita, leo que en México se pretendía imponer la policiaca Ley Fayad, clave para la legalización de la opacidad, a través de la intolerancia y el fanatismo moral de una clase política. Se me agolpan estas historias cuando en algún punto del mundo los poetas condenamos lo inhumano, reunidos en una pizzería. “No hay voto para nadie”, alguien dice a lo lejos. Ahora escribo estas líneas y el poeta Ashraf Fayadh ha sido sentenciado a muerte por el gobierno de Arabia Saudita; él, que le escribió un poema al bigote de Frida Kahlo. En México siguen desapareciendo y asesinando a periodistas, y mujeres que regresaban solas a casa.
El lema “Pienso, luego me desparecen” es común para países de “democracias” militarizadas y monarquías que decapitan, crucifican y flagelan conciencias, durante años. Me alegro porque veo a jóvenes sonreír. Mientras escucho anécdotas impotentes sobre Alí Mohammed al-Nimr y Raef Badaui, de Arabia Saudita, leo que en México se pretendía imponer la policiaca Ley Fayad, clave para la legalización de la opacidad, a través de la intolerancia y el fanatismo moral de una clase política. Se me agolpan estas historias cuando en algún punto del mundo los poetas condenamos lo inhumano, reunidos en una pizzería. “No hay voto para nadie”, alguien dice a lo lejos. Ahora escribo estas líneas y el poeta Ashraf Fayadh ha sido sentenciado a muerte por el gobierno de Arabia Saudita; él, que le escribió un poema al bigote de Frida Kahlo. En México siguen desapareciendo y asesinando a periodistas, y mujeres que regresaban solas a casa.
*
Desde
su origen, la poesía ha buscado encantar la tierra. Las tradiciones líricas de
los desiertos son cantos de labor que buscan la colaboración de la naturaleza. La
nostalgia del rebab remarca las arrugas profundas de las y los cantantes de mawwal
y shaabi, a quienes comprendo, sin conocer la lengua, porque es notoria su
narración poética: son canciones sobre la pizca del algodón, me cuentan. Los
poetas también cantamos sobre los cardos, el mar, el trabajo; podemos reconocer
en los rostros la humildad y el esfuerzo de quienes buscan una vida digna, un
anhelo universal por compartir, en paz, las alegrías. Para ellos escribimos;
para ellos vinimos a leer. Nuestro rito de observación, silencio, meditación e
infinitos cuestionamientos se asemeja a una danza tanoura: los gestos, los
colores, los movimientos de faldas.
En Tanta conocí el trance de los derviches,
el comienzo de una catarsis en la que repito los versos de Cavafis: “Ve a muchas ciudades egipcias/ a aprender, a aprender de sus sabios”. Subo
a un tren camino a Alejandría, con el deseo de pisar un nuevo puerto; cada año intento
viajar al mar, a nuevas islas. Frente al malecón, una península profunda se
abre al azul pastel del cielo. La gente almuerza pan árabe y dátiles viendo al
mar, parados porque las bancas están destruidas. Estas playas me hacen pensar
en el Hidden Valley de Safaa Fathy,
cuya voz tocó mi corazón cuando visitamos
el país de las nubes el noviembre de hace once años; desde entonces imagino
una casa de playa en ruinas, donde ruedan palabras sobre heridas que deben cerrar.
En duermevela escucho una tormenta y el agitado oleaje del Mediterráneo, el mar
de los desplazados, los ahogados. La ciudad amanece inundada, y el tranvía detenido
para evitar cortocircuitos. Las actividades en las escuelas y la Biblioteca
Alejandrina se han suspendido. Sorteamos los charcos rumbo a un departamento,
en un segundo piso que fuera la casa de Cavafis; si hoy viviera, desde la
ventana podría ver un tendedero en el patio de una casa tomada. Qué cotidiano
puede ser el futuro desde una cama vacía que recrea pasajes íntimos. Aquí
también vivió Stratis Tsirkas.
*
Mubarak
encarnó el peor periodo de la historia moderna, se sostiene en una discusión
entre colegas. “Hace unos años nunca hubiera creído que vería tantos cambios
como ahora”, me platica un escritor que dejó atrás la clase media. Su padre,
sin carrera, se esforzó para que él y sus hermanos estudiaran; hoy esas
transiciones socioeconómicas parecen imposibles. Los profesores también
resisten en este lado del mundo donde pensar diferente se vuelve un delito. “La
sangre de nuestros hermanos está en esta tierra; ya no nos importa qué pueda
pasarnos”, confiesa una voz asediada a la que los extremistas dejaron de
considerar musulmana. ¿Este es el Paraíso
perdido? Como en México, el privilegio de vivir cerca del mar lo detenta
una minoría económica. ¿Cuántos mueren a causa de las construcciones colosales?
Para muchos, las pirámides son símbolos de una opresión histórica; lo cierto es
que mientras una ciudad moderna es ruinas y fango, el Pilar de Pompeya continúa
resguardado por las efigies: lo inerte que da vida en el desierto. Con fotografías
de María Kodama y el Corán en la mesa de centro, asentimos a la frase: “Bad
conditions for everyone in everywhere: cross your fingers for us”. Alejandría
fue el centro del universo. El señuelo de los pescadores es un verso de Kaissar
Afif: “In the night of homeleaving,/ homeland is a lantern”; pido un café turco
en la playa, mientras observo sus lanchas frente al fuerte de Qaitibay, donde
existió el Faro. Muy cerca, casi a la vuelta del Instituto Nacional de
Oceanografía y Pesca, un artesano talla madera en su pequeña tienda de barcos a
escala. Al fin, los chicos y las chicas se toman de la mano en el malecón;
otros corren cada mañana frente al mar.
*
En
2013 se derrumbó el cine Rialto y a su lado se levantó El Cabina, en cuyas
paredes se muestran collages y un mural de Nazir Tanbouli; los jóvenes vienen
después de la escuela a leer, escuchar charlas o música en vivo: Cabina Nights.
Su director es poeta y también traductor de autores irlandeses, como Micheál
ÓConghaile. El pulso del lugar se acerca más al lado de Alejandría que busco
conocer, aunque el tranvía siga detenido y la biblioteca esté cerrada porque
arrecia de nuevo la lluvia. A falta de biblioteca, el poeta Montaser Abdel
Mawgoud nos abre la suya, en la que relucen libros de Piglia, Cortázar, Carlos
Fuentes, Gabriel García Márquez, Borges y Juan Rulfo; es más, el poeta Rifaat Sallam (su
nieta Yara estuvo en prisión por defender el derecho humano a expresar y
manifestarse pacíficamente) dirige una colección que traducirá 100 títulos de
la literatura universal al árabe; tras el Quijote,
el segundo título es Pedro Páramo,
con un bodegón de Frida Kahlo como portada. Este puerto se parece a todo puerto
con la historia aun no contada, por ser empresa imposible: mirar el horizonte
avasalla, al igual que los condominios inacabados, piso tras piso a medio
construir, gracias a las remesas de quienes han emigrado al Golfo por mejores
sueldos. El desarrollo urbano color sepia, sin planeación. De noche, la mancha
urbana es visible desde el cielo, como una serie de vasos sanguíneos y arterias
luminosas.
*
Alguien
me pregunta si me siento segura en Egipto. Esté donde esté, frente a la
corrupción e impunidad estatales estoy sin garantías. He comprobado que la red
y apoyo entre ciudadanos es más valiosa y fuerte que un sistema de seguridad
institucional; de hecho, los oficiales de Cairo fueron las personas menos
colaborativas en las calles. La prepotencia es visible en sus miradas; sin
embargo, hay quienes defienden el sistema actual del gobierno de Abdel Fattah
al-Sisi, como el dueño del hotel en el que nos hospedamos en Cairo. El señor
Sharaf justifica el gobierno militar y su mano dura, lo que “los jóvenes hoy
necesitan para salir de los cafés, dejar de perder el tiempo y trabajar
enserio”, repite con enojo. Él considera que los egipcios lograron con recursos
propios una verdadera transición con Sisi, sin la necesidad de una intervención
de los Estados Unidos o cualquier otro país; desde luego, detestó la idea de la
“Primavera árabe” en Tahrir porque el turismo descendió. El fantasma del
autoritarismo recorre este hotel de apariencia liberal. Una noche antes, en una
exposición de Ibrahim Khatab, un estudiante de derechos humanos de 24 años se
acercó para preguntarme mi nacionalidad; luego de hablar sobre El Chapo y los
estudiantes de Ayotzinapa, con desesperación me explicó que una conversación
así hoy puede ser motivo de arresto: “el gobierno nos quiere callados”. Él,
como casi todos los jóvenes, quiere irse del país a construir otro futuro, en
un sueño por libertades y seguridad, “como ustedes a América”, finaliza. La
realidad es que la búsqueda de ese sueño —y sus libertades— se restringe cada
vez más en todas las sociedades. En otro círculo donde artistas visuales
perdieron amigos en noviembre de 2011, la historia suena familiar; el deseo es
conseguir una beca y salir a estudiar, pero no a Berlín, “ahí hace mucho frío y
todo cierra temprano”, agrega una diseñadora de modas, cuyos diseños son poco
convencionales en comparación con los que usualmente se miran en los aparadores
egipcios. “Reserve your right to think, for even think wrongly is better than
not to think at all” precisa el graffiti de Dija que cita a Hypatia, en la
calle Mohamed Mahmoud, rumbo a la plaza Tahrir: un memorial de la resistencia civil
y de quienes murieron en 2011 a manos de soldados, como Sheikh Emad Effat. Ali Mustafa fue asesinado en
Siria, pero Omar Fathy plasmó su rosto (que fuera portada para TIME) en esta
misma calle: "You are more than just a journalist" se lee en una de
las paredes de The American University en Cairo. Las rosas de los tiranos no
pierden belleza.
*
En Khan
el-Khalili se impone a contraluz una mezquita de siglos; especias y esencias
entre telas y trusas de algodón egipcio. El zoco de antigüedades se une al de
artesanías, ropa y dulces. De entre llaves antiguas, figurines de músicos de
cerámica y rebabs, compro un silbato de caña para pájaros para mi colección de
instrumentos (los de viento son los más populares). Junto a la también poeta
Pilar, camino sin rumbo, porque “en Cairo no debes tener un plan, sólo ir”, como
me sugirió una poeta tunesina, así que seguimos el movimiento. Si oyes un
claxon, no puedes estar perdido, pienso. En ese ir y venir entre calles probamos
el lenguaje de señas para indicarles a los locales que buscábamos el Nilo (todo el Nilo en la palabra 'Nilo', Borges dixit), y tuvimos
éxito. Caminamos por un barrio de sudaneses; ellos también huyen de la pobreza
y la esclavitud sexual. Un día antes, una médico de Sudán me contó en la calle
(mientras me ayudaba a explicarle a un dependiente que quería vino y no vinagre
de dátil) que buscaba la forma de viajar a Rusia: “sólo estoy aquí de paso”, me
dijo, pero intuí que su camino sería largo. Migrar también es un derecho
humano, cada vez más arriesgado, cada vez más cruel.
*
Elotes, aguas de horchata y jamaica se venden en las calles; también cempasúchil. Es sorprendente el parecido entre dos culturas lejanas; no parece tan casual que D.F. y Cairo, así como Alejandría y Mérida estén hermanadas. El conservadurismo es semejante, los tipos físicos también. Pero aún pervive cierta plusvalía de la palabra que en América hemos empolvado: la franqueza. La íntima, no la convencional; la que sigue cantando porque con ello se abraza lo espiritual (cualquier forma elegida). ¿Qué significa honrar la palabra? Para mí: respirar, abrazar la libertad. Alguna vez alguien me dijo que nunca llegaría a ninguna parte; hoy sé que, llegue a donde llegue, busco darle sentido al menos a una palabra plena. Por eso quiero escuchar el mundo, para aprender, aprender de sus sabios. Repienso, tras un último té de menta en el café Zahra: ¿quién busca al desaparecido si los amartelados están sin fuerza?
Elotes, aguas de horchata y jamaica se venden en las calles; también cempasúchil. Es sorprendente el parecido entre dos culturas lejanas; no parece tan casual que D.F. y Cairo, así como Alejandría y Mérida estén hermanadas. El conservadurismo es semejante, los tipos físicos también. Pero aún pervive cierta plusvalía de la palabra que en América hemos empolvado: la franqueza. La íntima, no la convencional; la que sigue cantando porque con ello se abraza lo espiritual (cualquier forma elegida). ¿Qué significa honrar la palabra? Para mí: respirar, abrazar la libertad. Alguna vez alguien me dijo que nunca llegaría a ninguna parte; hoy sé que, llegue a donde llegue, busco darle sentido al menos a una palabra plena. Por eso quiero escuchar el mundo, para aprender, aprender de sus sabios. Repienso, tras un último té de menta en el café Zahra: ¿quién busca al desaparecido si los amartelados están sin fuerza?
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