Como el
triste corrido de los cachanías sudcalifornianos versa, “Adiós, adiós, me voy
de aquí muy lejos,/ voy a buscar consuelo a mi amargura./ Adiós, me voy cargado
de tristezas,/ llevándome mil penas, buscando otra aventura.”[1],
John Steinbeck se alistó en compañía de su amigo Ed Ricketts y una pequeña
tripulación por las aguas del Golfo de California, probablemente sin tantas
penas, aunque en temporada de depresión y guerra.
Steinbeck
nació en 1902 en Monterey Country, California, estado que fue el principal escenario
de sus obras, como Tortilla Flat (1935)
o la reconocida Uvas de la ira (1939).
Durante algún tiempo, estudió biología marina en Stanford, por lo que se
entiende su estrecha amistad con Ricketts y el interés por vincular su oficio
como escritor con la naturaleza y la filosofía que de dicha relación deriva.
Sortear
las aguas del mar de Cortés inspiró a Steinbeck para escribir The log from the sea of Cortez (Por el mar de Cortés), un diario de
viaje construido a la luz de los recuerdos —fue publicado en 1951—, notas
tomadas durante la empresa y un listado taxonómico que recabara,
principalmente, Ricketts y que, años más tarde, el mundo universitario reconoció,
al nombrar a tres tipos de anémonas de mar como Palythoa rickettsii, Isometridium
rickettsi y Phialoba steinbecki.
Dejando
atrás el dato wikipediano, el trabajo de recolección de Steinbeck y Ricketts
desembocó en una prosa que destila mar y que, incluso, fue el motor de otra de
las novelas desgarradoras del Nobel, La
perla (1947), contextualizada en La Paz , Baja California Sur, y retrato, casi fiel, de la pobreza
y discriminación vivida por los indígenas que se dedicaban a la extracción de
la perla. Claro que también los mitos y leyendas de la localidad se traslucen
en dicha obra, llevada al cine por Emilio Fernández, poco después de publicada.
Por el mar de Cortés narra
seis semanas de viaje —aproximadamente 4,000 millas
recorridas en 1940—, a bordo de la embarcación Western Flyer, el
sardinero que fungió como el mirador de Steinbeck. Como toda bitácora, describe usos y costumbres, los
saludos acondicionados, el trato de la gente, sus oficios navegantes, y retoma
un poco de la historia regional, como el origen y significado de la voz “California”.
A lo largo de las páginas, el mar se retrata como una metáfora de
la vida, pues poseemos océanos personales, con abismos, manchas, mareas altas y
bajas que nos mecen en goces, listos para descubrir, silencios que sortear,
vidas que mimetizar o devorar; además, “el que ha nacido junto al océano, no
puede sentirse feliz si está lejos de él durante mucho tiempo”.
En
medio y a las orillas de los páramos, el mar de Cortés y sus playas negras, la
tibieza del agua y las salinas, se abren a la reflexión, en un tono
confidencial, como el de toda literatura de viaje, desde Marco Polo, Darwin, los
misioneros jesuitas, hasta Stevenson, Salgari o Defoe. Los aventureros forjan historia.
En Por el mar de Cortés, la noción del tiempo
contrasta entre los occidentales, encarnados por la tripulación del Western Flyer, y los pescadores
indígenas, siempre tristes para Steinbeck, en medio de un panorama melancólico
y espectral. Más interesante hubiera sido la visión del autor, de haberse
adentrado en las rancherías fantasmas del desierto sudcaliforniano, en los
bordes de los oasis o en las cumbres de acantilados con panorámicas a cuevas habitadas
por ratones rupestres, cazadores gigantes o resquicios de calcio animal.
En
la cubierta, la lectura nos lleva a preguntarnos por la conservación de las
especies, esa interminable lucha en la que estamos metidos, sin haberlo
querido, pero sí elegido. A la luz del análisis, nuestras vidas quisieran
semejarse a los bríos que sigue un morador en el ano de un pepino de mar: entrar
y salir; las más veces, permanecer dentro, pálidos, pero protegidos, a veces
acompañados, sin tener que marchar, a diario, con el pretexto de buscar un sustento
y nunca más volver a casa: la condena del hombre, pues —escribe Steinbeck— “es
el único animal que vive fuera de sí mismo, cuyo estímulo son las cosas
externas… propiedades, casas, dinero, ambición de poder”.
La
reproducción de los viajes de los escritores constituye una potencial materia
de estudio para los morbosos, ya sea a través de Google Earth (donde pueden
visitarse las referencias geográficas de la obra de Shakespeare) o empuñando
mapas y trazando las rutas que nuestros admirados siguieron, al igual que aquellos
conquistadores emprendieran con el éxtasis de la fiebre del oro, ávidos de historias
de caballerías. Por ejemplo, del viaje de Antonin Artaud a la sierra Tarahumara
se han lanzado expediciones, documentos conmemorativos, eventos como la “semana
Artaud” y cuasi paquetes de turismo
eco-cultural; los paisajes que atrajeron a Rulfo, el andar del Cid o el Quijote
son otros trayectos, pero el viaje de Steinbeck corre con una suerte más
cientificista.
Un
impulso de interés biológico entre el Instituto Nacional de Ecología y la Hopkins Marine
Station de Stanford desarrolló el “Proyecto de Expedición y Educación del Mar
de Cortés”,
para “monitorear
la fauna de invertebrados en las mismas localidades intermareales” que Ricketts
y Steinbeck estudiaron. Dicho proyecto pretende rastrear el camino de los
calamares gigantes, así como recolectar especies para el Centro de
Investigaciones Biológicas del Noroeste, en La Paz. Los puertos de salida y
alojamiento son casi los mismos que los que visitó el Western Flyer, de Monterey a San Diego, Bahía Tortugas, Cabo San
Lucas y Cabo Pulmo, la isla del Espíritu Santo, La Paz y su mogote, Puerto
Escondido, Loreto, Bahía Concepción, Santa Rosalía, Guaymas, entre otros.
Por el mar de Cortés
puede tomarse al pie de la letra, ya que si
algo continúa generando magia (de añoranza) en la península es que, hoy en
día, muchos puertos y muelles conservan la silueta, a pesar de las aguas dragadas,
la inserción de consorcios de inmobiliarias extranjeras y la desproporcionada compra-venta
de terrenos federales. El volumen puede atenderse como un manual de sugerencias
e incluso la voz de la conciencia, dentro de un paraíso en medio del desierto.
Durante
la travesía, tanto las miradas de los pobladores (“Sus ojos oscuros tienen unas curiosas
lucecitas rojas en las pupilas. Son una gente soñadora.”),
como de Steinbeck y Ricketts, se antojan igual de traslúcidas que las de los
ojos perdidos de Henry Ford, en busca de la tierra prometida californiana, en
el filme The grapes of wrath, cuyo
guión, desde luego escrito por Steinbeck, fue nominado a un Oscar en 1940.
El
instinto de supervivencia (de “los de abajo”) es el drama de los hombres al
defender sus tierras de ser aplastadas por extraños que no han echado raíces ni
querencias, y es un tema que Steinbeck supo comprender —léase como hipótesis—,
gracias a su espíritu medita-errabundo que también le impulsó a desempeñarse
como corresponsal del New York Herald
Tribune, durante la Segunda Guerra Mundial. Como escritor, Steinbeck toca
las fibras de la coexistencia, a través del diálogo y la observación humana; Por el mar de Cortés es una de las
mejores pruebas, al ser un libro de amistad, de un autor que bien puede ser
recordado los 27 de febrero, el “día Steinbeck”.
Zazil
Collins
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