Es
preciso, es preciso, es preciso que se caigan los muros,
escribió en 1937 José Revueltas en “Nocturno de la noche”, un poema dedicado a
Efraín Huerta. Hoy 2014 los mexicanos seguimos presos tras esos muros, agonizantes.
Durante
1943, se sabe que José Revueltas leyó Mientras
agonizo, [1] del
estadunidense William Faulkner, una novela donde prima la decadencia, al igual
que en la prosa de Revueltas, plagada por figuras y metáforas obsesivas, que de
una novela a otra se repiten: ríos, piedras, caciques, tuertos, los apandados
de sí mismos, la madre, la ceguera, lo putrefacto.
Y es que
José Revueltas, consciente de que escribir es una forma de llorar, encontró en
las palabras la vestidura de su ser.
Un agonizante, escribió en En algún valle
de lágrimas, carece de su auténtica vestidura, aquella que dota de acción y
poder a los sujetos. En su poética, escribir no es desnudarse; escribir es arar
senderos, trazar caudales, grises, donde abismarse, allí donde haya muerte y
vida, movimiento y quietud, revolución y contradicción. [2]
Somos contingentes, declaró Revueltas.
Estos
principios también dan origen a su estética ecfrástica, forjada entre lenguajes
verbales y visuales. Sus poemas apelan a la sucesión de imágenes; en sus
novelas, como en sus guiones cinematográficos y argumentos teatrales, encontramos
citas, intertextos, parodias e ironía. En Los
días terrenales, para Revueltas, la más madura de sus novelas —y que en
palabras de Salvador Novo debió ser un best-seller—,
encontramos con claridad representaciones de objetos no textuales, como los
tonos de voz o la música, de la que Revueltas cita versos populares de “El caimán”,
un guiño, además, al reptil-cacique que desencadena parte de la trama:
El
cacique cedió suavemente, y entonces Ventura, que estaba en cuclillas, se puso
a dibujar sobre la tierra figuras sin sentido que después hizo desaparecer con
la palma.
Levantó
la mirada hacia Gregorio.
—Ora lo
verás —dijo en un susurro, y en seguida se puso a entonar un huapango de la
región.
Se
salieron a bailar
la rosa
con el clavel…
La rosa
tiraba flores
y el
clave las recogía…
“Ora lo
verás”, se repitió Gregorio al advertir nuevamente cómo las expresiones de
Ventura trastocaban el uso de los sentidos. Ver por oír. Oír por ver.
… La rosa
tiraba flores
y el
clavel las recogía… [3]
O, dado
que los sonidos evocan imágenes, una que otra canción del periodo de la Intervención,
como “Las torres de Puebla”:
Sólo
hasta ese momento fue cuando pudo escuchar los acordes de una guitarra que
acompañaba, tal vez desde hacía algunos minutos, la canción doliente y triste
de una voz. Sólo hasta este momento, como si antes hubiera estado sordo. El
hecho le causó una desazón inexplicable.
Dónde
están esas torres de Puebla,
dónde
están esos templos dorados,
dónde
están esos vasos sagrados,
con la
guerra, ay, todo se acabó… [4]
Así como
códigos iconotextuales, referentes a los colores y la pintura:
Quiso tan sólo fijar los colores,
únicamente atarlos antes de que lo traicionaran. Gris, malva, sepia, azul,
rojo, negro, naranja, rosa, otra vez azul, un malva desconocido, blanco, otra
vez todos, gris, sepia, rojo […]— Se me figura —dijo uno de ellos— que el
compañero Gregorio puede prestarnos un servicio muy grande —Gregorio alzó los
ojos—. ¿Quieres dárnosle una manita de color a la Santísima Virgen y al Señor
San José, que se nos están despintando? —dijo finalmente el campesino. Gregorio
aceptó con gusto. [5]
Pero, sin
duda, la descripción fundamental que Revueltas realiza, en voz de Gregorio, gira
sobre el Entierro del conde de Orgaz,
de El Greco:
Gregorio pensó en la figura, de
izquierda a derecha, del segundo monje que se encuentra en el cuadro de El
Greco, ese capuchino que con la palma vuelta hacia un cielo donde tanto sucede
y donde la suprema anacronía del Más Allá resume todas las dimensiones del
Tiempo, señala hacia el difunto con una expresión singularísima, en la que su
resignada e inteligente tristeza no es obstáculo para que al mismo tiempo lance
un reproche hacia nadie, impersonal y lleno de admiración discretamente dolorosa,
en la que parece cifrar la más tranquila y elocuente conciencia de lo
perecedero y transitorio de la vida. [6]
Gregorio apretó los dientes. El Entierro del conde de Orgaz. La misma
mezcla secreta e impúdica de reprimido goce, de disimulada hipocresía, de miedo
a la muerte y de tranquilidad por no tratarse de la muerte propia, y que
también él experimentaba, pues desde un principio —a pesar de que trató de
engañarse al respecto— sabía el nombre del cadáver. [7]
El
interés por la representación verbal de un objeto plástico se justifica en
tanto el personaje de Gregorio fue un estudiante de pintura en la Academia de
San Carlos (como Fermín, hermano de José), a partir de esto, su mirada es capaz
de registrar las variaciones del instante:
la contemplación, el goce, la búsqueda de Dios. [8]
Se trata de relaciones de transferencia, un recurso para acercar lo real a los conflictos internos de los
personajes.
A lo largo de la historia, seguiremos traspasando
los límites de lo verbal, a través de la lectura/escritura de citas (a la
Internacional, a Manuel Rodríguez Lozano, la Revista de la Universidad, etcétera), y alusiones que, al mismo
tiempo, se recrean en un nuevo objeto multi-temporal.
Nada es fortuito en la escritura de Revueltas,
rasgo que distingue su verdadero compromiso. Él dispuso las palabras como si se
tratasen de pinceladas, notas musicales o secuencias cinematográficas; las
palabras son pistas y revelación para los lectores, para que decodifiquen lo
que él vio, escuchó y vivió, como el “13-74” que fue en las Islas Marías y como
José Revueltas. Pistas también para cuestionar e ironizar las contradicciones
humanas que pretenden justificar militancias anacrónicas y comunismos de
escapulario, lo que Revueltas llamó, sin tapujos, la podredumbre de la ideología,
de las relaciones políticas y sociales, allí donde reside lo agonizante del
aparato político mexicano y, sobre todo, de la izquierda que desde entonces se
resguarda tras sus curules.
Para que caigan los muros, hay que “soportar la
verdad […] pero también la carencia de cualquier verdad”. La atroz vida humana y su egoísmo histórico que, en algunos
momentos, es capaz de arrastrarnos en su tirisia, esa nostalgia que sólo se cura en los
ríos o a través del arte.
Me gusta especular que, quizá, en el momento en que
Revueltas decidió suspender la distribución de Los días terrenales y guardar distancia política de los acríticos
que le dejaron solo, sanó su tirisia a
través de la música que, como la literatura, también es capaz de empoderar a
los sujetos, tal como lo demuestra la pieza musical que Carlos Jiménez Mabarak
—quien fuera alumno de su hermano Silvestre— le dedicó en Sala de retratos; una pieza que en tres minutos representa planos
emotivos en torno a lo acechante (agonizante) y la redención (liberación), lo
mismo que tópicos musicales propios de una suite para orquesta, en orden
ascendente y que tras un puente de silencio prosiguen su ritmo estoico, hasta
el final.
Ésa es la esencia de la inconforme obra de José
Revueltas. Obra que, dada su inquietud y experimentación literarias (de la
poesía y el cuento a la novela y guión cinematográfico u obras teatrales, del periodismo
al ensayo político) debería habitar en los espacios públicos, como el vuelo de
un pájaro, tan sólo porque el autor
buscó siempre la interacción democrática con sus lectores desde lenguajes
cinéticos. Nos quedan El apando, Tierra y libertad y Zapata. Nos quedan sus Cuestionamientos
e intenciones, también sus Errores.
Si Blanco,
de Octavio Paz, llegó a la voz de Marisa Monte, la poesía de Villaurrutia a
Jaime López o el Gazapo, de Gustavo
Sáinz, a Belafonte Sensacional, ¿por qué no comenzamos a cantar, para derribar
los muros, Los días terrenales de
José Revueltas?
Zazil Collins
Escritora | Radio DJ
* Publicado en Cultura urbana, UACM, marzo de 2015
[1] Léase “Sobre mi obra
literaria”, en Cuestionamientos e
intenciones (Era, 1978), p. 103-104.
[2] La vida no era sino
una cadena de transacciones, un proceso de inter penetraciones de contrarios, Los días terrenales (Era, 1979), p. 143
[3] íbid, p. 29
[4] íbid, p. 170
[5] íbid, p.28
[6] íbid, p.22
[7] íbid, p. 81
[8] “Aquel deseo
impetuoso, ardiente, de amar y ser amado”, íbid, p.143
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