jueves, 20 de noviembre de 2014

El agonizante*


Es preciso, es preciso, es preciso que se caigan los muros, escribió en 1937 José Revueltas en “Nocturno de la noche”, un poema dedicado a Efraín Huerta. Hoy 2014 los mexicanos seguimos presos tras esos muros, agonizantes.
Durante 1943, se sabe que José Revueltas leyó Mientras agonizo, [1] del estadunidense William Faulkner, una novela donde prima la decadencia, al igual que en la prosa de Revueltas, plagada por figuras y metáforas obsesivas, que de una novela a otra se repiten: ríos, piedras, caciques, tuertos, los apandados de sí mismos, la madre, la ceguera, lo putrefacto.
Y es que José Revueltas, consciente de que escribir es una forma de llorar, encontró en las palabras la vestidura de su ser. Un agonizante, escribió en En algún valle de lágrimas, carece de su auténtica vestidura, aquella que dota de acción y poder a los sujetos. En su poética, escribir no es desnudarse; escribir es arar senderos, trazar caudales, grises, donde abismarse, allí donde haya muerte y vida, movimiento y quietud, revolución y contradicción. [2] Somos contingentes, declaró Revueltas.
Estos principios también dan origen a su estética ecfrástica, forjada entre lenguajes verbales y visuales. Sus poemas apelan a la sucesión de imágenes; en sus novelas, como en sus guiones cinematográficos y argumentos teatrales, encontramos citas, intertextos, parodias e ironía. En Los días terrenales, para Revueltas, la más madura de sus novelas —y que en palabras de Salvador Novo debió ser un best-seller—, encontramos con claridad representaciones de objetos no textuales, como los tonos de voz o la música, de la que Revueltas cita versos populares de “El caimán”, un guiño, además, al reptil-cacique que desencadena parte de la trama:

El cacique cedió suavemente, y entonces Ventura, que estaba en cuclillas, se puso a dibujar sobre la tierra figuras sin sentido que después hizo desaparecer con la palma.
Levantó la mirada hacia Gregorio.
—Ora lo verás —dijo en un susurro, y en seguida se puso a entonar un huapango de la región.

Se salieron a bailar
la rosa con el clavel…
La rosa tiraba flores
y el clave las recogía…

“Ora lo verás”, se repitió Gregorio al advertir nuevamente cómo las expresiones de Ventura trastocaban el uso de los sentidos. Ver por oír. Oír por ver.

… La rosa tiraba flores
y el clavel las recogía… [3]

O, dado que los sonidos evocan imágenes, una que otra canción del periodo de la Intervención, como “Las torres de Puebla”:

Sólo hasta ese momento fue cuando pudo escuchar los acordes de una guitarra que acompañaba, tal vez desde hacía algunos minutos, la canción doliente y triste de una voz. Sólo hasta este momento, como si antes hubiera estado sordo. El hecho le causó una desazón inexplicable.

Dónde están esas torres de Puebla,
dónde están esos templos dorados,
dónde están esos vasos sagrados,
con la guerra, ay, todo se acabó… [4]

Así como códigos iconotextuales, referentes a los colores y la pintura:

Quiso tan sólo fijar los colores, únicamente atarlos antes de que lo traicionaran. Gris, malva, sepia, azul, rojo, negro, naranja, rosa, otra vez azul, un malva desconocido, blanco, otra vez todos, gris, sepia, rojo […]— Se me figura —dijo uno de ellos— que el compañero Gregorio puede prestarnos un servicio muy grande —Gregorio alzó los ojos—. ¿Quieres dárnosle una manita de color a la Santísima Virgen y al Señor San José, que se nos están despintando? —dijo finalmente el campesino. Gregorio aceptó con gusto. [5]

Pero, sin duda, la descripción fundamental que Revueltas realiza, en voz de Gregorio, gira sobre el Entierro del conde de Orgaz, de El Greco:

Gregorio pensó en la figura, de izquierda a derecha, del segundo monje que se encuentra en el cuadro de El Greco, ese capuchino que con la palma vuelta hacia un cielo donde tanto sucede y donde la suprema anacronía del Más Allá resume todas las dimensiones del Tiempo, señala hacia el difunto con una expresión singularísima, en la que su resignada e inteligente tristeza no es obstáculo para que al mismo tiempo lance un reproche hacia nadie, impersonal y lleno de admiración discretamente dolorosa, en la que parece cifrar la más tranquila y elocuente conciencia de lo perecedero y transitorio de la vida. [6]
Gregorio apretó los dientes. El Entierro del conde de Orgaz. La misma mezcla secreta e impúdica de reprimido goce, de disimulada hipocresía, de miedo a la muerte y de tranquilidad por no tratarse de la muerte propia, y que también él experimentaba, pues desde un principio —a pesar de que trató de engañarse al respecto— sabía el nombre del cadáver. [7]

El interés por la representación verbal de un objeto plástico se justifica en tanto el personaje de Gregorio fue un estudiante de pintura en la Academia de San Carlos (como Fermín, hermano de José), a partir de esto, su mirada es capaz de registrar las variaciones del instante: la contemplación, el goce, la búsqueda de Dios. [8] Se trata de relaciones de transferencia, un recurso para acercar lo real a los conflictos internos de los personajes.  
A lo largo de la historia, seguiremos traspasando los límites de lo verbal, a través de la lectura/escritura de citas (a la Internacional, a Manuel Rodríguez Lozano, la Revista de la Universidad, etcétera), y alusiones que, al mismo tiempo, se recrean en un nuevo objeto multi-temporal.
Nada es fortuito en la escritura de Revueltas, rasgo que distingue su verdadero compromiso. Él dispuso las palabras como si se tratasen de pinceladas, notas musicales o secuencias cinematográficas; las palabras son pistas y revelación para los lectores, para que decodifiquen lo que él vio, escuchó y vivió, como el “13-74” que fue en las Islas Marías y como José Revueltas. Pistas también para cuestionar e ironizar las contradicciones humanas que pretenden justificar militancias anacrónicas y comunismos de escapulario, lo que Revueltas llamó, sin tapujos, la podredumbre de la ideología, de las relaciones políticas y sociales, allí donde reside lo agonizante del aparato político mexicano y, sobre todo, de la izquierda que desde entonces se resguarda tras sus curules.
Para que caigan los muros, hay que “soportar la verdad […] pero también la carencia de cualquier verdad”. La atroz vida humana y su egoísmo histórico que, en algunos momentos, es capaz de arrastrarnos en su tirisia, esa nostalgia que sólo se cura en los ríos o a través del arte.
Me gusta especular que, quizá, en el momento en que Revueltas decidió suspender la distribución de Los días terrenales y guardar distancia política de los acríticos que le dejaron solo, sanó su tirisia a través de la música que, como la literatura, también es capaz de empoderar a los sujetos, tal como lo demuestra la pieza musical que Carlos Jiménez Mabarak —quien fuera alumno de su hermano Silvestre— le dedicó en Sala de retratos; una pieza que en tres minutos representa planos emotivos en torno a lo acechante (agonizante) y la redención (liberación), lo mismo que tópicos musicales propios de una suite para orquesta, en orden ascendente y que tras un puente de silencio prosiguen su ritmo estoico, hasta el final.
Ésa es la esencia de la inconforme obra de José Revueltas. Obra que, dada su inquietud y experimentación literarias (de la poesía y el cuento a la novela y guión cinematográfico u obras teatrales, del periodismo al ensayo político) debería habitar en los espacios públicos, como el vuelo de un pájaro, tan sólo porque el autor buscó siempre la interacción democrática con sus lectores desde lenguajes cinéticos. Nos quedan El apando, Tierra y libertad y Zapata. Nos quedan sus Cuestionamientos e intenciones, también sus Errores.
Si Blanco, de Octavio Paz, llegó a la voz de Marisa Monte, la poesía de Villaurrutia a Jaime López o el Gazapo, de Gustavo Sáinz, a Belafonte Sensacional, ¿por qué no comenzamos a cantar, para derribar los muros, Los días terrenales de José Revueltas?

  Zazil Collins
Escritora | Radio DJ


* Publicado en Cultura urbana, UACM, marzo de 2015



[1] Léase “Sobre mi obra literaria”, en Cuestionamientos e intenciones (Era, 1978), p. 103-104.
[2] La vida no era sino una cadena de transacciones, un proceso de inter penetraciones de contrarios, Los días terrenales (Era, 1979), p. 143
[3] íbid, p. 29
[4] íbid, p. 170
[5] íbid, p.28
[6] íbid, p.22
[7] íbid, p. 81
[8] “Aquel deseo impetuoso, ardiente, de amar y ser amado”, íbid, p.143 



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